Nostalgia de Bagdad

Santiago Alba Rico - CSCA
A la dignidad sobre la tierra
(y al pueblo iraquí y a Carlos Varea,
que es más valiente y más feliz que yo)

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Medir: recorrer la existencia entre dos puntos.

Calcular: recorrer la distancia entre dos existencias.

Se puede medir con los ojos, con las manos o con la mente y en este sentido calcular es un cierto vacío de la mirada, del tacto y del pensamiento. Ese vacío es útil para construir casas, fabricar zapatos y reunir comida; pero si ese vacío se apodera de todo, lo reglamenta todo, lo decide todo, entonces las casas, los zapatos y la comida misma se vuelven completamente inútiles. La relación social entre medir y calcular define la humanidad de una cultura. La nuestra -capitalista y liberal- ha invertido la jurisdicción de los términos y ha pasado a medir lo que se debería calcular y a calcular lo que se debería medir: calculamos, por ejemplo, los beneficios, que deberían ser medidos, y medimos los apetitos, que deberían ser cuidadosamente calculados. Desde el punto de vista socio-económico, esta inversión es una catástrofe permanente. Desde el punto de vista psicológico y humano, esta inversión es un nihilismo.

Los niños, que tratan por igual las existencias y las distancias, ni miden ni calculan. Los santos sólo miden. Por su parte los hombres (al menos los hombres blancos, occidentales y cristianos) sólo calculan. ¿Es esta la "mayoría de edad" que alboraba Kant en 1780? Se podría dejar a un niño destruir el mundo y sólo sentiríamos alegría. Carecer de metron, sacudirse toda medida, desparramarse al margen de la ley, reproduce el ritmo exacto de la belleza únicamente en ausencia de todo cálculo: es eso que -a falta de otro nombre- llamamos la inocencia de la infancia. Pero la ausencia de todo cálculo no puede ser el resultado de ningún cálculo y por eso, a partir de cierta edad, es necesario aprender a medir. Perdido el "ritmo" de las cosas, es preciso que les tomemos la "medida" (a las cosas) mediante un lenguaje blanco, una mirada apoyada en el mundo y una mano izquierda abierta en el espacio. Cuando se ha perdido el "ritmo" de las cosas y no se ha aprendido a medirlas, nos limitamos a manejarlas en los bordes de su existencia, al margen de su resistencia interna: es ese nihilismo con pinzas, gruas y bombas que llamamos madurez. Los niños pierden la inocencia jugando; el cálculo es inseparable del juego y, si no encontramos una medida (para los dedos y para el pensamiento), seguimos jugando el resto de nuestra vida. Es decir, calculando. Esta es la peor minoría de edad imaginable: la de una sociedad que no ha aprendido, o se ha olvidado, de medir -permaneciendo para siempre en la infancia- y que no encuentra ningún obstáculo, ningún límite, a su pasión de calcular. La sociedad capitalista, una sociedad en pie de guerra contra los hombres y contra las cosas, es una sociedad de cálculo sin medida, una sociedad en la que el máximo cálculo y la máxima desproporción definen su hechura a cada instante. Lo que salva al niño de su falta de metron es su milagrosa falta de cálculo, como para probar que lo más bello está siempre a punto de ser lo más horrible. ¿Hay algo más horrible, más deprimente, en efecto, que un niño que ha aprendido a calcular la satisfacción de su desmesura? Esa es nuestra sociedad, sí: una sociedad de niños feos, niños corruptos, niños calculadores: una sociedad en la que Bush, Rumsfeld, Aznar y Blair deciden nuestras vidas.

Nadie puede medir la luna y a continuación apoderarse de ella; eso sólo lo hace el cálculo. Nadie puede medir un ángulo y luego fabricar un misil; eso sólo lo hace el cálculo. Nadie puede medirle los brazos a un niño y después arrancárselos; eso - también- sólo lo hace el cálculo. En el hospital al Kindi de Bagdad, entre centenares de víctimas civiles de los bombardeos, se encuentra Ali Ismain, de doce años, único superviviente de su familia y él mismo -dice el Dr. Osama- muy cerca de la muerte. ¿Qué le ha pasado? Que José María Aznar le ha arrancado los dos brazos por cálculo. Ha calculado bien y Ali se ha quedado sin brazos. Si se los hubiese medido, si Aznar fuese capaz de medir, si no fuese un niñato pervertido, ahora su madre se los estaría besando (que es la forma muy humana que tienen los cuerpos de medirse mutuamente).

Nihilismo. Unos días antes del comienzo del linchamiento de Irak, El Mundo se hacía eco de una noticia: "Mientras el Pentágono ultima los preparativos para la guerra la CIA ha alertado de que grupos terroristas presentes en Irak planean atacar a las fuerzas de EEUU y sus aliados si se consuma una invasión del país, según informa The New York Times". Grupos "terroristas" irakíes pretenden atacar a los soldados estadounidenses, ¿dónde? En Irak. ¿Y qué iban a hacer, qué están haciendo esos soldados en Irak? Invadir el país. Fijémonos en que la CIA (y los periódicos que la reproducen) transmiten como reservada o secreta una información de perogrullo: habrá resistencia contra la invasión. Pero al presentarla de esta manera la resistencia aparece como moralmente escandalosa, como una prueba más de la monstruosidad del régimen de Sadam Hussein, y así todo aquél que ataque al atacante en defensa de su propio país se convierte en "terrorista", lo que sin duda justifica retrospectivamente la invasión: te invado porque vas a atacarme cuando te invada. El poder de la CIA y la legitimidad de su gobierno resplandece en este tipo de profecías de cumplimiento inexorable: "La CIA alerta de la posibilidad de que los iraquíes griten propagandísticamente cuando los marines los ametrallen en sus casas". Gritan, luego teníamos razón. Gritan, luego está permitido ametrallarlos. Así periodistas sin entrañas y gobiernos criminales van vaciando en los moldes de la percepción la inversión nihilista de las proporciones: "Heroicos bombardeos de civiles por parte de los B-52 estadounidenses", "fanática y brutal resistencia por parte del niño Ali Ismain, que hace estallar un misil con sus dos manos". Naturalmente los informes del Pentágono se han cumplido y los "terroristas" atacan a sus soldados: frente a la invasión colonial al margen de la ley de un país soberano por parte del mayor ejército de la tierra, que busca apoderarse del petroleo de la zona mediante bombardeos de barrios residenciales y lanzamiento de bombas de racimo, un iraquí provisto de un cuerpo y un camioncito sacrifica su vida matando a cuatro marines para defender su casa y su familia. ¡Qué monstruosidad! Nuestra cristianísima civilización esgrime enseguida sus valores superiores: el desprecio tecnológico de la vida ajena le produce admiración, el desprecio heroico de la propia vida le escandaliza. La propaganda es causa y efecto de una psicopatología generalizada: no se pueden violar todas las leyes humanas y divinas, devastar ciudades desde el aire, arrancar los brazos a los niños, y seguir luego cogiendo normalmente el metro y seguir bebiendo normalmente nuestro café y seguir comprando normalmente refrescos a nuestros niños si no se hace enloquecer a todo el universo. Sería insoportable acabarse plácidamente el plato de patatas fritas de no estar protegidos por la locura. Tenemos que destruir todos los valores, todos los patrones, todas las medidas, y con ellos la posibilidad misma de un mundo compartido, para poder destruir el mundo sin dejar de ser respetables y hasta simpáticos. Puro, salvaje nihilismo.

Nihilismo y nihilismo. Pocas semanas antes del comienzo de la invasión, los diputados del PP aprobaron en el parlamento el apoyo incondicional del gobierno español a los crímenes estadounidenses. La cristianísima Celia Villalobos justificó así su voto: "Esto es un partido. Puede que votes con el estómago revuelto, pero votas". Entre los sicarios de la dictadura que en Chile o Argentina lanzaban a ciudadanos desde helicópteros, secuestraban niños y torturaban opositores hasta la muerte, los había de dos clases: los que actuaban complacidos o convencidos y los que actuaban "con el estómago revuelto", por obediencia debida, según la siniestra fórmula acuñada para justificarlos. ¿Esto es un partido? Un partido, ¿es esto? La cristianísima Celia Villalobos votó a favor de que se le arrancasen los brazos al niño Ali Ismain y pide que la admiremos por el "coraje" de su decisión y la delicadeza de sus buenos sentimientos. E incluso que la compadezcamos -a ella y no a Ali- por los retortijones de su moralidad, que ha sucumbido al cálculo, la disciplina mafiosa y la ambición. ¿Cabe mayor nihilismo? Si su Dios existe debe estar a punto de vomitar.

Nihilismo. La ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacios, demostraba hace unos días que el gobierno español había hecho muy bien sus cálculos antes de arrancarle los brazos a Ali Ismain: el precio de la gasolina había bajado unos céntimos y las bolsas habían cerrado al alza. "Eso son datos", cerraba tajante con su gorgorito regañón de sargento mal castrado, dando en las narices a todos esos españoles ignorantes y desagradecidos que creían que matar niños no servía para nada. Ahora que sabemos cuánto nos conviene, no podemos dejar de sentir un poco de rencor hacia los chavales iraquíes, que sólo tienen dos brazos, como todos: si pudiésemos arráncarles tres, quizás bajaría otro céntimo el litro de eurosuper...

Nihilismo, nihilismo, nihilismo. Salí de Irak la madrugada del 20 de marzo, una hora antes de los primeros bombardeos, y llegué a Amman justo a tiempo para verlos por televisión. Si la idea de haberme puesto a salvo en el último minuto, abandonando a su suerte Bagdad con todos sus habitantes -incluidos nuestros valientes compañeros- no me dejaba descansar, el hecho de ser recibido por las imágenes de la destrucción de la ciudad confería retrospectivamente a mi salida un aire de crueldad enfermiza, como si me hubiese dado tanta prisa para no llegar tarde al espectáculo. "Van empezar los bombardeos: me voy corriendo para poder disfrutarlos por la tele". Allí en la pantalla estaban los lentos luceros de los trazadores, por encima de un rescoldo de farolas, precediendo a los invisibles tomahawk que levantaban de pronto, con ruido de fallas valencianas, una columna de humo y una hojarasca de llamas; y por detrás se dibujaba una perspectiva infinita de edificios obscuros, como los cartones de un decorado de teatro. "Fascinante", se le escapó el otro día a un periodista de la CNN. El más caro espectáculo de la historia había comenzado y yo, que acababa de salir de Bagdad, que había dejado amigos allí, que me había dejado un trozo de piel allí -y buena parte de mis defectos- me enfurruñé contra la belleza nihilista de esas imágenes con una fórmula que sólo en apariencia es paradójica: "aunque la televisión emita imágenes de Bagdad bombardeada, Bagdad está siendo bombardeada". Y como estaba muy cansado, el dolor me creció hasta el borde de los ojos. Tan radicalmente se ha instalado en nuestra percepción el carácter fantasmático de la televisión, la cenestesia barroca de que lo que aparece es siempre un producto y no un acontecimiento (o la de que el verdadero acontecimiento es el producto) que negar una imagen es sólo afirmar su poder para vaciar a cucharadas el mundo de existencias. ¿Contradicción obscena, cinismo, goebbelsiana perfidia? No, obediencia, más bien, a la lógica del espectáculo: nada tenía de raro que al día siguiente, sobre las imágenes del nuevo, durísimo bombardeo de Bagdad, el busto de Rumsfeld desde Nueva York -en uno de esos montajes sincronotópicos que permiten una cierta ubicuidad al espectador- declarase con firmeza: "No estamos bombardeando Bagdad. Bagdad no está en llamas. Está en llamas el régimen de Sadam". Todos veíamos arder Bagdad y todos oíamos a Rumsfeld negarlo; pero, lejos de percibir esta contradicción como un choque brutal, como una bomba en el sentido común, nos parecía más bien que las imágenes le daban la razón: que todos viésemos Bagdad bombardeada probaba sin lugar a dudas que Bagdad no estaba siendo bombardeada. Como en el famoso cuadro de Magritte "Esto no es una pipa", Toni Blair tituló, por su parte, las imágenes de ayer de la invasión de Irak con un natural y descriptivo: "Esto no es una invasión". Negar lo que nos enseña la televisión es sencillamente volver a afirmar lo que la televisión presupone: que nada existe; y por lo tanto toda propaganda es siempre y sólo descriptiva, en el sentido de que describe objetivamente la inexistencia del objeto. Ese día, el 21 de marzo, me juré en Amman no volver a encender la televisión, no volver a contemplar ningún bombardeo por televisión, disciplinar para siempre todas mis tentaciones nihilistas. Decidí aprehender los horrores de la guerra a través tan sólo de los teletextos en árabe, terribles en su sobriedad, que suman existencia al restar recursos; o a través, en cualquier caso, de artículos de la prensa digital, a sabiendas de que ninguna guerra nos parece completamente injustificada si nos sigue produciendo placer contemplarla desde la trinchera mullida de nuestro sillón. Pero lo cierto es que las palabras pueden también producir grandes malabares de nihilismo. Es así: admiramos la fuerza superior porque es superior, y la admiramos también porque nos parece más hermosa; admiramos, pues, la superioridad estética de los estadounidenses, su capacidad para matar más gente iluminando mejor el cielo, frente a la impotencia de los iraquíes, que tienen que conformarse con matar menos gente y, en consecuencia, con un espectáculo mucho menos brillante, un poco decadente, un poco "socialista". El corresponsal de El Mundo en las filas del ejército yanqui describía ayer de esta manera la batalla de Karbala: "Las fuerzas iraquíes respondieron usando las baterías antiaéreas, pero sus débiles proyectiles apenas brillaban ante el resplandor del fuego americano ". Nihilismo, nihilismo, nihilismo.

Nihilismo. La mayor parte de los periódicos no son más que juguetes, aparatitos luminosos de calcular, mesas de casino de una madurez sin medida. ¿Es esto la información? Todo junto, todo mezclado, todo batido en una cremosa, suavísima, ligerísima nada: "Las imágenes más impactantes de los bombardeos", "científicos británicos establecen la fórmula de la felicidad: P+5E+3ª", "el perfil del terrorista suicida", "el perfil de la mujer infiel", "éxito de desert combat: la guerra en Irak inspira la creación de video-juegos caseros", "B-52, una joya de la tecnología", "hallada la fórmula matemática para dar la vuelta a la tortilla en la sartén", "última pasión en internet: apostar a cuánto tiempo resistirá Sadam Hussein"; y como colofón, el triunfo de la democracia en formato de referendum cotidiano propuesto al (e)lector: "¿Cree que Sergio García tiene opciones de ganar el Master de Augusta?". Mientras tanto, entre el Tigris y el Eufrates, un grupo de iraquíes que huyen con cuatro viandas de las bombas estadounidenses, tropiezan en el desierto con los que se las lanzan: un puñado de marines hambrientos aislados del grueso de las tropas y que recorren extraviados el desierto al borde del desfallecimiento. Los marines han violado el mandamiento "no matarás"; pero los iraquíes son tan refinados, llevan tanta civilización entre las costillas, que no necesitan ningún catecismo que les recuerde el imperativo: "dad de comer al hambriento". Los soldados, pues, reciben huevos de sus víctimas y los devoran sin acabar de creerse lo que están viendo. El médico de la unidad desconfía: "¡No comáis! ¡Pueden estar envenenados!". Ellos lo hubiesen hecho. O quizás no. Pero lo cierto es que este temor al huevo de unos campesinos normalmente generosos prueba hasta qué punto desconcierta a un estadounidense la normalidad; demuestra que los soldados yanquis han trasladado hasta Irak el miedo estructural de su cultura y lo proyectan sobre los iraquíes, de los que no saben nada y a los que no pueden imaginar diferentes de los criminales psicópatas de sus ciudades: la desconfianza, el terror de los cuerpos, la angustia de la contaminación, el horror a los alimentos no industriales, las alergias, la imagen del homeless del que no aceptarían jamás un caramelo. Nihilismo. Los temores intrínsecos de una cultura claramente inferior, ignorante y autista se revelan paladinamente en la angustia del pobre soldado prisionero que responde en televisión a la pregunta de por qué ha venido desde EEUU a matar iraquíes: "Si ellos no me molestan a mí, yo no los molesto a ellos". ¿Cabe imaginar una respuesta más absurda, más insensata, más enternecedoramente nihilista? En cualquier caso, ya lo vemos: el hambre civiliza y los marines se comieron los huevos; esperemos que, al igual que ocurrió con los bárbaros de Alarico y Atila entre los romanos, en contacto con los habitantes de Iraq sus verdugos adquieran al menos algunos de los valores elementales de la civilización.

Ahora que llevamos ya quince días de bombardeos, ahora que hemos visto a una niñita muerta y sin tobillos y a Ali Ismain sin brazos, ahora que las bombas de racimo inseminan pepitas de metralla en los cuerpos de las valientes mamás que van al mercado, me vuelve a la cabeza, como el dolor de una brecha, la última imagen de Bagdad: recostada bajo un cielo altísimo, ya de noche, con algunas colillas de alumbrado apenas encendidas, sin coches y sin gente, mientras nuestro autobús abandonaba sus calles vacías pocas horas antes del primer ataque estadounidense. Había algo triplemente absurdo, e infinitamente doloroso, en la imagen de esta ciudad que ese 19 de marzo del 2003 se acostaba un poco más temprano que de costumbre. Era difícil representarse el peligro que se cernía sobre ella, hacerse a la idea de que había algún motivo para huir, aceptar que la serenidad, la alegría, la normalidad de los días anteriores mereciese una lluvia de misiles: todo en nosotros se rebelaba contra la posibilidad de que una cosa así sucediera bajo la misma luna que brillaba en las aguas del Hudson o del Sena y a gente provista todavía de dos pies y de dos manos y que usaba unos y otras para las mismas cosas que nosotros. Pero había algo aún más absurdo que esta imposibilidad de enlazar los términos "iraquí" y "destrucción" y era la certeza de que eso que no podíamos ni siquiera concebir iba a ocurrir e iba a ocurrir, aún más, esa misma noche. El carácter inevitable, inexorable, del golpe le confería una especie de dimensión metafísica -un castigo del Dios celoso de la Biblia- y, al mismo tiempo, el carácter de una catástrofe natural predicha matemáticamente por una ciencia exacta e inútil. Pero las bombas, ¿no las arrojan los hombres? Y los hombres, ¿no son sujetos de razón? Es decir, ¿no están sujetos a la contingencia, a la desviación, al sesgo impredecible? Se venía anunciando desde hacía semanas, meses, sin que los grandes poderes de la tierra pudiesen hacer nada contra ello; sin que la ONU, Francia, Rusia, China, millones y millones de personas en todo el mundo pudiera detener la rambla; se venía anunciando como si se tratase de un fenómeno meteorológico, un eclipse de sol, un cometa, un ciclón ominoso, pues en el empecinamiento estadounidense contra leyes, mandamientos morales y protestas había algo, en efecto, inhumano; es decir, avasalladoramente natural, mortalmente biológico. En ese momento, mientras salíamos de Bagdad con el corazón oprimido, nos parecía ya oír sobre el muro del horizonte batir la gigantesca ola, se aproximaba el murmullo aún remoto del huracán o la lengua de lava que avanzaba inexorable: eran, sí, los bárbaros. Estaban, están a las puertas de Bagdad, como el mongol Hulagu o el brutal Tamerlán en otro tiempo. Naturaleza desencadenada, meteorología en furia, el cielo descargando ciego sus estrellas sobre la tierra. Decía Simone Weil que, por primera vez en la historia, el capitalismo reune en la técnica fuerza y civilización; o, lo que es lo mismo, barbarie y nihilismo. ¿No es esto lo que expresan las palabras del sargento Sprague, de Virginia, que leí con espanto varios días después, una vez desatada la invasión en las tierras de Ur y Babilonia, donde nacieron la escritura y la ley? "Me he tragado todo el desierto de camino hasta aquí desde Basora y no he visto todavía ni un centro comercial ni un restaurante donde comerme una hamburguesa. Esta gente carece de lo más elemental. Hasta en un pueblecito como el mío, de 2500 habitantes, tenemos nuestro McDonald's a un extremo del pueblo y nuestro Hardee's en el otro". También a los godos los romanos les parecían un pueblo atrasado, "carente de los más elemental", porque no se hacían copas con los cráneos de sus enemigos.

Pero lo más absurdo de todo, mientras salíamos de Bagdad y cruzábamos el puente sobre el Tigris, era que, predicho y anunciado, seguro, inevitable, nadie huía del ataque. No obstante habérnoslo repetido una y otra vez cada uno de los bagdadíes con los que habíamos hablado en los días anteriores (Ishraq, Yosraa, Hadi, Asem) nos sorprendía no ver carreras, señales de pánico, un reguero de automóviles cargados y fugitivos en la carretera. La gente de Bagdad parecía sencillamente querer acostarse ese día un poco más temprano. ¿Fatalismo y resignación, como decía el fugado embajador de España desde Amman? Una de las últimas imágenes diurnas que conservo de Bagdad, doce horas antes del primer bombardeo, bajorrelieve en efecto de una civilización superior, es la de una grúa y unos trabajadores de la construcción levantando un edificio que quizás iba a venirse abajo pocos días más tarde, que quizás hayan derribado ya los bravos nihilistas de la mirada de cieno. ¿Fatalismo? ¿ Resignación? Exactamente -exactamente- todo lo contrario: el desdén supremo de una cultura de hombres hacia los siniestros, incultos, salvajes, primitivos invasores que venían a destruirla. Era la declaración de Bagdad antes de la batalla, en los días previos a la agresión y en esas últimas horas de tensión aterciopelada; la misma que siguen transmitiéndonos hoy desde allí nuestros compañeros brigadistas: seremos alegres como si no existieseis; fumaremos, comerciaremos, iremos al café y a la compra, jugaremos a taula y nos peinaremos los cabellos como si no existieseis; incluso construiremos casas muy grandes -ladrillo sobre ladrillo- como si no existieseis; y la noche de vuestro ruidoso, criminal asalto, sencillamente nos acostaremos un poco más temprano, como si no existieseis. Exactamente lo contrario del fatalismo es la dignidad. Esa es su victoria; era y es ya su victoria. Y es también la fuente al mismo tiempo de nuestro dolor y de nuestra nostalgia. Porque mucho más absurdo que todo lo demás, insuperablemente absurdo, tan inconmensurablemente absurdo que tiene por fuerza que abrigar algún milagro, es el hecho de que, a punto de ser devastada por las bombas de los godos del átomo y el uranio, en esos tres días de marzo, fuimos -diablos- muy libres y muy felices en Bagdad.

Qahtan tenía -tiene, tendrá- diez años, aunque aparentaba siete, y lustraba zapatos a la puerta del Hotel Al-Ars, donde nos alojábamos y donde aún se alojan nuestros compañeros brigadistas en Bagdad. Todos los días (en esa semana corta de cinco años) aprovechaba alguna tregua para hablar con él. Qahtan insistía en que pusiese mi pie sobre el cajón, pero yo -como me gustaba hacer también en El Cairo- me quitaba las botas y me sentaba en un poyete a su lado, porque las palabras -al contrario que las piedras o las bombas- circulan mejor en horizontal. Entonces él me ofrecía, y yo aceptaba, sus chancletas azules de plástico en las que apenas si podia meter los dedos. A un estadounidense e incluso a un europeo les resultará difícil comprender la necesidad, la belleza de este intercambio de delicadezas con el que se miden los hombres en Irak y en general en el mundo árabe: una verdadera regla de medir, de medirse, de reconocerse y cuidarse mutuamente, que podríamos llamar "cortesía" sino fuese porque, al contrario que la nuestra, no es el privilegio de una clase o de una formación sino que las cubre y las integra a todas, por encima de religiones o ideologías, en una especie de ilustración práctica y de universalidad inconsciente del gesto social. Hay que tener mucho cuidado con un camarero de El Cairo o con un limpiabotas de Bagdad porque su forma de cuidarte establece siempre entre los dos, con la espontaneidad de una gracia, ese igualitarismo que entre nosotros ha sido siempre exclusiva del amaneramiento de las aristocracias... En fin, que uno de esos días Qahtan, que me contaba su vida, se levantó el pantalón y me enseñó la pierna izquierda: una enorme cicatriz mal cosida y llena de repulgos le recorría toda la extremidad, desde la rodilla hasta el pie. Enseguida acudieron a mi memoria imágenes de otras visitas, escenas de hospitales o de barrios bombardeados, y naturalmente también la inminencia un poco obsesiva del ataque futuro. Pero no. Qahtan, con toda sencillez, me contó que había sido un accidente de tráfico. Ya sé, es absurdo, pero confesaré que también esto, en esos momentos, me pareció una victoria. ¡Me alegré, sí, de que hubiese accidentes de tráfico en Bagdad! ¡Me sentí muy feliz de que a Qahtan le hubiese roto la tibia y el peroné un coche iraquí y no un misil estadounidense! Era otro signo de independencia frente al imperialismo de Washington...

Qahtan, si estás vivo estarás contento, como lo estabas hace quince días, porque está ya demostrado que lo que destruye la alegría es el cálculo, pero no las bombas. Espero que estés vivo. Porque si te pasa algo, si te tocan siquiera un pelo, si una de las uvas de hierro de Hulagu te roza la pierna derecha, lloraré tanto, gritaré tanto, viviré tan lejos, tan alto y tan cargado de razón que la onda expansiva de mi dolor volcará la Casa Blanca y les vaciará a Bush y a Rumsfeld las entrañas que no tienen.

He aquí un gesto de suprema elegancia. Dos horas antes de coger el autobús y abandonar Bagdad paseamos por las calles vacías del barrio de Al-Karrada. Nos paramos a hablar con un niño que juega junto a un coche y que enseguida llama a su padre, un modesto y distinguido pintor, el cual nos hace entrar en su casa. Después de dos tés, Adel nos dice lo mismo que Ishraq y que Yosraa y que Hadi y que Asem: que no se van a marchar, que ni siquiera van a acudir a los refugios -de los que no se fían tras la destrucción del de Al-Amiriya en febrero del 91- y que, si tienen que morir, prefieren hacerlo entre sus muebles, rodeados de su familia, con el fuego de la cocina encendido y quizás una baraja, un libro y un pincel sobre la mesa. Al marcharnos, muy tímidamente, le explicamos que los dinares iraquíes ya no nos sirven para nada y le ofrecemos un fajo de cientos de billetes (una cantidad obscenamente irrisoria para nosotros). No deberíamos haberlo hecho, pero Adel sabe juzgar muy bien a los hombres y las situaciones. Lo rechaza, naturalmente, pues aceptarlo habría significado falsificar su invitación y degradar su posición de anfitrión, y nosotros insistimos. Cuando se lo ofrecemos por tercera vez, es tan delicado, tan sensible, tan cuidadoso, que teme ofendernos y que nos marchemos desairados. Así que coge la resma, extrae un solo billete y, después de dárselo a su hijo, nos devuelve el resto. El genio de su delicadeza ha salvado una relación entre iguales -y ahora podemos besarnos y conmovernos pecho contra pecho.

Frente a la infinita cortesía y su regla de medir existencias, nihilismo y nihilismo. Si le hicieran a un hombre lo que le han hecho al lenguaje, no quedaría de él ni una sombra de carne. Pero lo que le han hecho al lenguaje -tiene razón Kant- es mucho peor porque se lo han hecho a todos los hombres y, por lo tanto, a la supervivencia misma de la humanidad como espacio habitable. A la sangrienta invasión de un país soberano la han llamado "Libertad para Irak" y, a sabiendas de que no puede haber contradicción allí donde se ha ausentado la razón, han bautizado los bombardeos de mercados en Bagdad -el genio del antiguo piloto Harlan Ullman- "Impacto y pavor" o "Conmoción y espanto", según el capricho de los traductores. El capitalismo es un nihilismo. Incluso el más fanático de los integristas musulmanes cree que las piedras son de piedra y que la sangre es de sangre. Los ingleses no. Al asedio medieval de Basora, ciudad sin agua, sin luz, sin comida ni medicinas, el ejército de su Majestad le ha dado el nombre de "James"... en homenaje a James Bond. ¿Qué nombre habrá dado Sadam Hussein a sus operaciones de defensa? No lo sabemos, porque nosotros, merced a los reporteros rasos enrolados en las filas del Pentágono, avanzamos con los estadounidenses hacia Bagdad, en una identificación cinematográfica con los marines que deja fuera a la mitad de los combatientes: precisamente a las víctimas. Nihilismo de bárbaros con juguetes de matar.

Lo han calculado todo, no han medido nada. Sobre mapas erizados de banderitas, con aviones espías que sobrevuelan las chaquetas, mediante fotos satélite que cuentan los grumos en la sopa, lo han calculado todo, pero no han medido nada. El dolor, el amor, la dignidad no se calculan: se miden. Y para eso hay que tener una regla. Si se tiene esa regla, a veces basta con pasear por la calle sobre dos piernas y sin gafas de visión nocturna. Los infantes de marina estadounidenses se muestran contrariados y sorprendidos porque, después de tomar dos puentes sobre el Eufrates, los iraquíes no airean las banderitas con barras y estrellas que llevan escondidas bajo la galabiya: ¡les disparan! Les faltaba la regla. A nosotros, que estábamos en Bagdad el día 19 de marzo, que entramos en cafés, hablamos con artistas y visitamos familias, no nos sorprende nada la resistencia. Sadam Hussein, claro, hace propaganda -y muy jodida- cuando habla de la inminente victoria de sus fuerzas, pero el pueblo iraquí ha vencido ya a espaldas de su caudillo. Mientras en Washington y Nueva York se activaba la alerta amarilla y luego la naranja y sus habitantes caminaban encogidos por la calle, asustados y recelosos, en las calles de Bagdad, la víspera del ataque, los niños corrían, las madres alborotaban, los padres fumaban. Mientras en Washington y Nueva York se confundían Túnez con Turquía y se anulaban vacaciones en Marruecos y se fundían contra un fondo siniestro pueblos y gobernantes y se denunciaban y encarcelaban pieles cetrinas sospechosas de amenaza racial, en las calles de Bagdad, la víspera de la primera bomba, los niños, las mujeres y los hombres nos saludaban con cariño, cabalmente informados de la diferencia entre el pueblo español que abarrotaba las plazas y el gobierno de Aznar que mandaba al Golfo sus soldaditos humanitarios. Mientras en Washington y Nueva York se apaleaba a un mendigo, se negaba socorro a un viandante, se desconfiaba de un hombre que acariciaba a un niño y se expulsaba a un chicano de un restaurante, los habitantes de Bagdad, la víspera de los primeros muertos, nos dieron una lección inolvidable de buenos modales. Mientras en Washington y Nueva York se lustraban los misiles tomahawk, se ajustaban las turbinas de los B-52 y se vestía a la madre de todas las bombas, los habitantes de Bagdad, la víspera de la invasión, amontonaban enternecedores saquitos terreros en las esquinas y luego se iban a tomar el té: el tempo vertiginoso, desbocado, de la guerra contra el tempo lento, vivificador, de la cultura. El pueblo iraquí ha vencido ya. Por eso les arrancan los brazos a sus niños: si han vencido ya, que al menos no puedan hacer el signo de la victoria con los dedos. Esta es la lucha de civilizaciones. La propaganda, lo sabemos, es reversible y lo contrario de la propaganda no es la verdad sino la propaganda contraria. Pero dejadme, por una vez, que haga propaganda de la verdad (¿acaso no hay que hacer también propaganda de los buenos libros y de los remedios milagrosos?). Y la verdad es que sus niños son más alegres y más guapos que los nuestros, sus mujeres más libres, sus viejos más sabios y sus hombres más civilizados. Claro que EEUU quiere su petroleo y apuntalar el clavo de Israel en la región y debilitar a los rivales europeos, pero si ha lanzado diez mil bombas sobre Basora, Mosul y Bagdad es sobre todo por esto: envidia de valores más altos, de modales más humanos, de una alegría más pura. Que nadie me reproche que exagero: exageran las bombas en los mercados y los misiles contra las casas de Al-Karrada, de Al-Qadisiya y Yisridial. Lo cierto es que han vencido y lo cierto es que su resistencia es un motivo, al mismo tiempo, de dolor y de esperanza. Cada día que resisten se multiplican sus sufrimientos y la crueldad nihilista del invasor; pero cada día que resisten aumenta también la dignidad sobre la tierra y con ella las condiciones y los motivos de supervivencia de la humanidad. ¿No hablaba antes de mi nostalgia de Bagdad, de mi felicidad en Bagdad? En el límite de la abyección, no se puede rozar, respirar, tocar la raíz del hombre sin volverse loco de alegría. Mi felicidad era tan solo esa victoria erguida, visible, de lo más básico, de la civilización primera de cada hombre en medio de la barbarie, de la dignidad en medio del fatalismo de la inexorable naturaleza. Eso no puede olvidarse fácilmente.

Y nihilismo. La Cruz Roja denuncia la ayuda humanitaria distribuida por los militares como "injusta" y "denigrante". ¿Volar las potabilizadoras y repartir después botellas de agua? ¿Arrancarle los brazos a un niño y regalarle después unos guantes? ETA tiene al menos la decencia, frente a nuestro gobierno, de no dejar jamás junto al cadáver caramelos para los hijos de sus víctimas ni piezas de recambio junto al coche que acaba de hacer estallar. Aznar es un nihilista. "Si me hubiesen preguntado a mí", dice, "yo también habría dicho no a la guerra". Si nosotros estuviésemos en su lugar - reconozcámoslo- también habríamos hecho lo mismo que él. Es decir: si hubiésemos nacido en una familia franquista y hubiésemos explotado todas sus ventajas, si no nos hubiésemos atrevido a pensar contra la educación recibida, si no hubiésemos aprendido a medir, si fuésemos calculadores, interesados, deshonestos y asesinos, también habríamos decidido -y nos habría alegrado- arrancarle los brazos a Ali Ismain. Puede Aznar, en todo caso, decir tranquilamente "no a la guerra" con el resto de los españoles, sin arriesgarse a salvar su alma, porque no se va a hacer ni caso.

Acabo lejos del nihilismo. No es verdad, como pretendía Louis de Bonald, que sólo se contagien las enfermedades y los vicios. Mientras el virus de la neumonía atípica se contagia y extiende por China y Tailandia, el virus de la dignidad se contagia y extiende por el mundo entero. Saludo desde aquí, con lacerante nostalgia de Bagdad, a Ishraq y a su hermana Yosraa, extraordinaria pintora de ojos más antiguos que todo el petroleo de la tierra, y a sus hijos perfectos, que me regalaron una hoja del árbol del Paraíso, y a Qahtan y a Saief, que con nueve años y pocas horas antes del asalto de la Bestia se preocupaba por los palestinos; y al dueño del café de la calle A-Rachid, que me hizo el honor de morder antes que yo un limón seco; y a Badia, que volvió a Bagdad para estar al lado de su marido y sus hijos durante los bombardeos; y a Hadi y a Asem y a Adel y a todos los que en las calles de Bagdad se pararon a mirarme y siguieron dignamente su camino. Y saludo, claro, a mis admirados y envidiados compañeros brigadistas, más valientes pero también más felices que yo, que confirman todos los días desde Bagdad lo que yo desde aquí cuento: Mª Teresa Tuñón Alvarez, Mª Rosa Pañarroya Miranda, Ana Mª Rodríguez Alonso, Belarmino Marino García Villar, José Bielsa Fernández, Javier Barandiaran, Carlos Varea (y Manu Fernández e Imanol Telleria, dos vascos extraordinarios, que acaban de volver -en todos los sentidos- para contarlo).

A los que volvimos antes, a los que nunca han ido, a los grupos de riesgo de la dignidad humana, les contaré, para consolarles, un cuento que es de veras. El día 18 de marzo, un taxista de Bagdad, un hombre soltero de unos treinta años, me refería serenamente que a los pocos días tenía que incorporarse al ejército para combatir. Me preguntó luego por mi nacionalidad y por el motivo de mi viaje y acabé confesándole, con malestar y una sombra de vergüenza, que volvía a mi país el viernes de esa misma semana. Se llamaba también Ali y Ali tuvo un gesto que me resulta difícil imaginar en un taxista madrileño en una situación parecida. Me consoló. Adivinó mi malestar, detuvo un momento el coche y me cogió la mano: "li kul muqatil mauqa'", "cada combatiente tiene su posición en el frente", me dijo. Y al despedirse me dio dos besos muy viriles, como acostumbran hacer los árabes, en las mejillas.

El frente es tan pequeño como el mundo. La guerra es una sola. Contra la ilegalización de Batasuna, contra el cierre de Egunkaria, contra el desalojo del Laboratorio de Madrid, contra la tortura, todos estamos en la misma lucha. Y a cada uno de nosotros corresponde ocupar una posición y admirar la de los demás. Bagdad no tiene cinco millones: tienes seis mil millones de habitantes. Y una ciudad tan grande no puede caer.